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Ecos del futuro

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    Pedro J. Hernández



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    Inicio > Historias > Definitivamente, el dinero no da la felicidad

    Definitivamente, el dinero no da la felicidad

    Aunque el estudio no dice nada nuevo merece la pena leer el artículo de El País --siempre mejor escritos de lo que uno es capaz-- que mencionaba Victor Ruíz en un comentario de la entrada anterior. A continuación reproduzco lo escrito por los propios autores:
    Definitivamente, el dinero no da la felicidad
    Manel Baucells, Rakesh K. Sarin

    La Declaración de Independencia americana estableció en 1776 que las personas tienen derecho a la "búsqueda de la felicidad". Nuestra sociedad anuncia que el dinero es la panacea que procurará la felicidad. El problema es que solemos pasar por alto dos fuerzas poderosas, la adaptación y la comparación social, que hacen difícil un aumento del bienestar de la sociedad basado solamente en el crecimiento económico.

    En el documento de investigación "Does More Money Buy You More Happiness?" ("¿Con más dinero se puede comprar más felicidad?"), los autores Manel Baucells del IESE y Rakesh K. Sarin de la UCLA Anderson School of Management abordan por qué, a pesar de los avances económicos, cada vez menos personas se sienten satisfechas.

    Pongamos un ejemplo. Una mujer que conduce un viejo utilitario en su época de estudiante se alegra al comprarse un coche nuevo cuando consigue su primer trabajo. Sin embargo, pronto se adapta al nuevo coche y lo asimila como parte de su estilo de vida. Lo mismo podría decirse de quien se acostumbra a pasar sus vacaciones anuales en el extranjero. Este proceso se llama adaptación: la gente se olvida de que acabará adaptándose a un nivel de vida más alto a medida que vayan aumentando sus ingresos. Cuanto más tienes, más quieres.

    La otra gran fuerza, la comparación social, nos empuja a compararnos con nuestros vecinos más ricos. Cuando uno se hace socio de un club o se muda a un vecindario más próspero, las comparaciones sociales se hacen con un grupo de semejantes más acaudalados. En vez de compararnos con nuestros vecinos más pobres, ahora nos comparamos con los más ricos, que tienen un estatus y una renta similares. Conducir un Toyota cuando tus iguales conducen un Lexus no es lo mismo que ver que otros miembros del grupo tienen también coches económicos. Los medallistas olímpicos también sufren la comparación social. Se ha comprobado que los atletas que ganan la medalla de bronce son más felices que los que se llevan la de plata, porque los primeros se comparan con quienes no han ganado ninguna medalla, mientras que los segundos tienen pesadillas por no haber logrado la de oro.

    Cuando las dos fuerzas, la de la adaptación y la de la comparación social, se juntan, pueden dar lugar -y así suele ocurrir- a una profunda insatisfacción personal. Este fenómeno se ha podido observar a escala mundial, en estudios de medición de la felicidad realizados en todos los países. Estas investigaciones muestran que los habitantes de los países ricos son, de media, algo más felices que los de los países pobres. Inciden en ello cuestiones políticas como la democracia, la libertad y los derechos individuales. Por ejemplo, la felicidad es marcadamente inferior en los antiguos países comunistas. En los países pobres, el progreso es necesario para solucionar el hambre, la enfermedad y los problemas de vivienda y, en algunos casos, el trastorno social causado por la guerra y la violencia. Pero a partir de un nivel de renta determinado, pongamos 15.000 dólares al año, la felicidad no aumenta significativamente por mucho que lo hagan los ingresos.

    De hecho, los indicadores del grado de felicidad han permanecido intactos en todo el mundo a pesar de unos aumentos de la renta media considerables, un fenómeno conocido como la Paradoja de Easterlin. El ejemplo más llamativo es Japón, donde a pesar de que la renta per cápita real ha aumentado cinco veces, prácticamente no se ha incrementado la media del nivel de satisfacción. Una pauta parecida se ha observado en Estados Unidos y la mayoría de los países desarrollados. Con todo, no es una tendencia universal, ya que en algunos países (por ejemplo, Italia o Dinamarca), la sensación media de bienestar ha mejorado.

    La Paradoja de Easterlin se puede explicar por el hecho de que la felicidad depende también de otros factores además del dinero, como la estructura genética, las relaciones familiares, la comunidad y los amigos, la salud, el trabajo (desempleo y precariedad laboral), ambiente externo (libertad, delincuencia, etcétera) y valores personales (visión de la vida, religión y espiritualidad). Sí, el poder adquisitivo influye en la felicidad de una persona, pero hasta cierto punto. Ni que decir tiene que algunas personas con dinero se torturan comparándose con otras personas aún más ricas que ellas.

    Los autores sugieren que la gente podría sacarle más provecho a su dinero en términos de felicidad si calcularan correctamente el efecto de la adaptación. Cuando el cálculo es erróneo, se debe a lo que los psicólogos denominan un "sesgo de proyección". Este concepto, aplicado a las decisiones de consumo, significa que predecimos un ritmo lento de adaptación a un bien nuevo (proyectamos hacia el futuro nuestro bajo nivel de adaptación actual). De hecho, la adaptación se produce mucho más rápidamente de lo que esperábamos, lo que nos lleva a gastar más de la cuenta en bienes adictivos y ser menos felices de lo que pensamos.

    En otras palabras, los ricos suelen centrarse más en bienes de adaptación que en productos básicos como la comida, la vivienda, dormir, la amistad, las actividades espirituales, etcétera. Los bienes de adaptación son los coches y las casas de lujo, así como los hoteles caros. Baucells y Sarin demuestran que el sesgo de proyección desvía recursos de los bienes básicos a los de adaptación, incluso cuando se planifican racionalmente. Hasta los segmentos más pobres de la sociedad caen en la trampa de asignar más dinero a productos adictivos como el alcohol, las drogas o la lotería que a bienes de primera necesidad, como los alimentos nutritivos o la higiene. Se necesita mucha disciplina para concentrarse en los placeres sencillos, pero eso, según los autores, es lo que nos da la felicidad.

    El dinero puede comprar la felicidad, pero requiere una planificación óptima para la cual la mayoría de las personas no están preparadas. Un ejemplo: una persona gana un millón de dólares en la lotería. Al cabo de un año debería sentirse más feliz, pero la investigación muestra que en realidad se siente más desdichada. Es más, encuentra que sus actividades diarias son menos gratas que antes. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué la mayoría de la gente sigue creyendo que ganar un montón de dinero les hará más felices? Si además de adaptarse paulatinamente a un ascenso social y económico de su grupo, el individuo de nuestro ejemplo planifica cuidadosamente su consumo en el tiempo (evita un súbito aumento inmediato y proyecta un crecimiento regular del mismo durante los próximos 30 años), sería más feliz.

    Vivimos en un mundo en el que compramos demasiados alimentos cuando tenemos hambre, olvidamos llevar prendas de abrigo los días calurosos para cuando refresca por la noche y creemos que si viviéramos en California seríamos felices. Tendemos a obviar las consecuencias de la adaptación, la comparación social y el sesgo de proyección. Para ser verdaderamente felices, deberíamos apreciar bienes básicos como los alimentos, dormir o la amistad, y no tanto los sustitutos materiales, por muy caros que sean.

    2007-02-11 00:03 | |


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